En su impactante libro "Malvinas, la primera línea", el periodista Juan Ayala contó la historia de la compañía B del Regimiento de Infantería Mecanizada 7 "Coronel Conde" de La Plata, que tuvo 36 muertos en la guerra. Aquí se reproduce el capítulo XVII, basado en el testimonio del soldado Miguel Fiorebello.
A mí me mandan a Malvinas
como abastecedor de cañón de 90, una bazuca, y yo en la puta vida había
visto ese cañón, y encima lo llevamos y nunca funcionó. Apenas llegamos y supimos que no andaba, se tiró ahí al costado, como todo. Cada sección tenía uno, entonces se juntaron los tres para ver si podíamos armar uno, y nada.
¡Me acuerdo que teníamos municiones para los cañones pero no las
pudimos usar! Así que mi única arma era una 9 mm. Estábamos en el medio
de Monte Longdon, entre las pocas rocas que había. No había nada
establecido, no teníamos rol de combate. Nada; eso no existió. Nunca
nos dijeron: «Tenemos esta estrategia». Todo se armó en el momento. Nos
dijeron: "Sabemos que los ingleses van a atacar por acá. ¡Que tengas suerte! Ponete ahí y esperá".
Pero los ingleses atacaron por el oeste, y estábamos sin preparación ni
armamento que funcionara. Las guardias eran dos por dos, una locura.
Decían que los gurkas podían andar por ahí; claro, te metían esa gilada en la cabeza, si no ¿para qué tanta guardia antes de tiempo? La
guardia la hacía cerca de mi covacha. No era una posición, o sea no era
una garita ni nada, estábamos a la intemperie. Hacíamos guardia hacia
el camino viejo, cerca de la covacha. Yo estaba con Guerrero, Sequeira y
Pedro Lara, que llevaba el cañón. Como los cuatro no entrábamos en esa
posición, lo rajamos a Lara. Sequeira tenía un FAL. Nunca pensamos que íbamos a entrar en combate.
El 11 de junio, a la noche, como a las
diez, termino mi guardia, voy a mi posición y me saco los borcegos.
Nunca me los había sacado a la noche, pero esa noche me los saco. Era
una noche calma, muy tranquila; bien profunda. ¡Una luna llena
espectacular! Pero algo había en el aire. No llegué a acostarme que se siente una explosión y empieza todo el quilombo, pero el quilombo mal. Me puse los borcegos en una milésima de segundo. No teníamos órdenes de nadie, no vi a nadie, no encontré ni a un oficial ni a un suboficial en todo el combate. No hubo orden de nadie. Las órdenes nos las dábamos entre nosotros. Nada más.
Salimos de la posición con un cagazo tremendo. Nos pusimos detrás de una
roca y los de la segunda sección recibíamos fuego de la derecha, hacia
donde está el Monte Kent y ahí empezamos a tirar. Yo era abastecedor,
pero el cañón no andaba, tenía una 9 mm. Llegué a combatir porque
encontré un FAL tirado, o no sé si estaba tirado, o cómo fue que lo
encontré, no me acuerdo. Mientras seguíamos tirando, yo estaba con un
grupo de soldados; hace poco Guerrero me contó que me adoptaron como
jefe. Yo, la verdad no me
acuerdo de nada; estábamos cagados en las patas. Hacia la izquierda no
tirábamos porque ahí estaban nuestros compañeros de la primera sección… Y de repente, de ahí viene González, al que le decíamos «el Abuelo», porque tenía 28 años. Había pedido prórroga.
–¿Qué hacés? ¡Tirate cuerpo a tierra!
–No, ¡están todos muertos! ¡Están todos muertos!
–¿Cómo que están todos muertos?
–A la primera sección la hicieron mierda. ¡A todos!
–Pero cubrite, salvate vos.
–No, no me importa tres carajos de nada.
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